miércoles, 15 de enero de 2014

El desenlace de mi breve relación con la bicicleta y una experiencia de primera mano en los servicios de urgencia de Holanda


Existe cierto tipo de gente a los que la fortuna les sonríe de tal manera que se dice de ellos que han nacido con un pan debajo del brazo. Y luego estamos los que en vez de pan traemos de serie toda una empanada que se encuentra no bajo una axila sino bien plantada entre oreja y oreja. Y es que como le pasaba a Paco Martinez Soria con la ciudad, yo siempre tuve claro que con mis reflejos de galápago centenario y mi retardo de varios (incómodos) segundos para distinguir derecha de izquierda aquello de la bici no era para mi. Pero todo es pasar los primeros días, me decían. Ya verás como uno se acostumbra enseguida, me decían. Al final, como no podía ser de otra manera, acabó sucediendo lo que tenía que suceder, para algunos un paso definitivo en el proceso de integración en los Países Bajos pero para mí un susto de los gordos.




Tengo un tío con una miopía tan severa que ha de leer con los ojos, que parecen salírsele de las órbitas, a menos de un centímetro del papel y que en sus tiempos, allá por los setenta, aprobó el psicotécnico a base de aprenderse de memoria la secuencia de letras que iba a presentarle el oculista. Debe de venir de familia, pues mi forma de obtener el carné de conducir no fue mucho más ortodoxa. Corría el año dos mil y era mediodía. Nos encontrábamos en el coche del examen quien suscribe, que se había merendado el teórico con patatas pero en el tema práctico aún dejaba muuucho que desear, mi profesor de autoescuela y el examinador, que había sido previamente invitado a un par de vinitos por dicho profesor de autoescuela. Ya sabéis, técnicas de la casa. Como técnica de la casa fue el hablar sin parar de las empanadas de mi pueblo, recién salidas del horno con su corteza dorada y crujiente y su cebollita cortada fina, durante toda la prueba. El examinador, a quién se le estaría haciendo la boca agua y no pensaría en otra cosa que en marchar por fin a casa a llenar el hueco del estómago, llegados a cierto punto y con el tono severo que ha de tener todo examinador, dijo algo como:

- Detenga el automóvil

Y yo, con un estómago que no estaba en absoluto vacío sino que albergaba un nudo tan tremendo como aquel que cortó en su tiempo Alejandro Magno, sospechando haber cometido mil y un errores hasta el momento, cedí al acto reflejo de hacer exactamente lo que el examinador ordenaba: pisé el freno y detuve el coche. En seco.

Aquello fue el acabose. Al contrario de lo que imaginaba, hasta el momento este señor no había visto o no había querido ver mis múltiples errores y mi inseguridad al volante y estaba a punto de aprobarme. Pero parar un coche en medio y medio de la carretera en lugar de aparcarlo en el arcén es lo mismo que proclamar a gritos que quieres un suspenso inmediato. Sin embargo al final, fueran las empanadas o el buen humor de esos vinitos tomados en ayunas, tras una buena sarta de reprimendas decidió perdonar aquel fallo garrafal. Y todos tan contentos, él pudo marchar a casa, yo obtuve una flamante licencia de conducir a la que nunca llegaría a dar mucho uso y el profesor de autoescuela pudo añadir a su repertorio de anécdotas un ejemplo fresco de lo que jamás de los jamases hay que hacer en un examen.

Como iba diciendo, lo de conducir nunca fue lo mío. Tras múltiples ataques de nervios, unas cuantas invasiones de direcciones prohibidas, un puñetero tractor que se empeñaba en que lo adelantara mientras una fila de coches me freía a bocinazos desde atrás y olvidarme de cómo aparcar (en el autoescuela nos hacían memorizar una serie de pasos que funcionaba siempre, pero una vez olvidada los tarugos como yo estábamos perdidos) abandoné el coche para siempre. Y no tuve más contacto con el arte de la conducción hasta que, muchos años después y con grandes reticencias me dio por montarme en una bicicleta.

Aunque este artículo terminaba con una (profética) declaración de pesimismo en cuanto a mi futura supervivencia, al final empecé a acostumbrarme a la bicicleta y poquito a poco me forcé a usarla a diario para ir a trabajar. La vuelta, tras anochecer en Amsterdam, me resultaba incluso agradable pero la ida, con ese atontamiento mañanero y mucho más tráfico alrededor no fue nunca plato de mi gusto. Además me costaba horrores captar las normas que otros parecían absorber de modo intuitivo. Tras un par de días haciendo el payaso aprendí que las bicis, al igual que los coches, han de ir por un lado u otro de la calzada dependiendo de su dirección. Luego estaban los problemas al cruzar la calle. Algunas veces la zona por la que se debía pasar al otro lado era evidente, pero muchas otras no me quedaba más remedio que bajarme de mi bicicleta e ir educadamente por el paso de peatones arrastrándola con las manos. Mejor eso que cometer una temeridad la primera semana, ¿no? Sólo había una única cosa que tenía yo clara en todo este asunto. Y es que los pasos como el de la foto eran equivalentes a los de peatones pero para bicicletas.




Bueno, en realidad no siempre lo creí así. En un principio, al ser los únicos que topaba al bajar del metro en Aalsmeer, supuse que estos pasos eran para peatones y allí, en aquellas desiertas carreteras de extraradio, los cruzaba con infinita pachorra mientras los coches, una vez más, me freían a bocinazos y yo les respondía señalando al suelo algo como:

- ¡¡Cojoneees!! ¿No ves el paso de peatones?

Pero tal y como dicen la veteranía es un grado, así que al final la experiencia me proporcionó la sabiduría que la intuitividad me negaba y aprendí que estos cruces no eran para personas sino para bicicletas. Así que cuando me llegó el momento de batallar con mi vehículo de dos ruedas, cada vez que uno de éstos aparecía ante mis ojos suponía un alivio infinito. Si tenía semáforo presionaba el botón y esperaba, pero si no lo tenía continuaba pedaleando sin perder velocidad... ¡qué gusto eso de tener prioridad! ¿Pero sabéis qué? Era mentira. Y esto no me llevó tanto tiempo deducirlo. Una vez en situación bastaron unos milisegundos de visionado a cámara lenta de la cara del incrédulo moro que me estaba atropellando para comprender que la culpa era mía, mía y nada más que mía. Pero vayamos por partes.

Era lunes por la mañana y como dictaba mi recién adquirida costumbre desencadené la bici para ir a trabajar. Arranqué y empecé a cruzar uno de estos pasos, de los que no tienen semáforo, que se encuentra nada más salir de mi casa, el primero de todo el trayecto hasta la oficina. En la segunda mitad vi que un coche se acercaba. Como detenerme aún me cuesta lo suyo continué avanzando, suponiendo que él pararía como era "su deber". Pero no se paraba, y mis reflejos no fueron suficientes para hacerlo yo.

- ¡¡PLAS!!

Me dio un golpe, que percibido a cámara lenta pareció bastante flojito pero aún así derribó la bicicleta haciéndome caer de espaldas sobre el pavimento. La sensación que te embarga en esos momentos es de extrema incredulidad:

- ¿En serio me está dando?

- ¿¿En serio me estoy cayendo??

- ¿¿¿En serio ME DUELE???

Mi plan mientras caía y durante los segundos en que el dolor aún no había hecho acto de presencia, pues esto también lleva cierto retardo, era levantarme cuanto antes, pedir disculpas al moro, pues comprendí ipsofacto que había metido la pata, salir pitando de aquel escenario de suma vergüenza y actuar como si todo aquello no hubiese pasado jamás. Pero no podía. No podía porque aquel pinchacito en la baja espalda que empezaba a acuciarme, en vez de desvanecerse a los pocos segundos como sucede cuando por ejemplo te golpeas el pie con la hoja de una puerta, iba cada vez a más. El atropellador salió de su coche y me preguntó algo en holandés, pero no pude responderle pues empezaba a faltarme la respiración y lo único que era capaz de hacer salir de mi boca era una especie de gemido, constante y poco convencido:

- Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah

Aunque yo no podía verlos, pues mi campo de visión en esa postura se restringía al horizonte, sentí que varias personas empezaban a rodearme. De vez en cuando asomaba una cabeza e intentaba preguntarme algo. Adiviné que a lo lejos mucha más gente estaría presenciando la jugada, entre ellos los sospechosos habituales de mi esquina como la vieja del estanco o el portero del coffee shop, pues para más inri todo el asunto estaba teniendo lugar a dos zancadas de mi pisito. Sólo tenía dos deseos, que dejara de doler y que me tragase la tierra. Allí mismo, que se abriese el asfalto y me succionase hacia abajo para no preocuparme más ni de la presente humillación ni de las posibles consecuencias del golpe, pues por un lado empezaba a pensar que aquello podía traer repercusiones de las feas... ¡no era capaz de moverme! pero por otro lado no podía creer que mi autonomía física terminase de un modo tan sumamente tonto. Y por cierto, no pasó toda mi vida ante mis ojos, qué va. Quienes desfilaron uno a uno por mi cabeza fueron todos aquellos que en una ocasión u otra abrieron la boca para enumerarme la gracia y virtudes de las puñeteras bicicletas.

Imaginaos el show que estaría dando que me mandaron una ambulancia. De las de verdad, no una ambulancia-coche. Tremenda ironía pues justo dos días antes había estado comentando lo complicado que es en estas tierras que te venga la ambulancia. Y me subieron entre varios a una camilla siguiendo el protocolo de inmovilización, con collarín y todo a pesar de que yo intentaba decirles que la cabeza estaba intacta y el problema residía en la espalda. Pero claro, yo sólo decía:

- Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah

Finalmente me introdujeron en la ambulancia, me metieron analgésicos por vena y ya pudimos hablar como personas (medianamente) civilizadas. Me preguntaron si no vi el coche y no me quedó otra que responder

- Siiiiiiiiiiiiii, pero pensé que iba a paraaaaaaaar....

(¡Clin clin clin! Alerta por subnormal)

También me dijeron que la bici iban a guardarla en nosequé estación de policía, donde podría recogerla más adelante. Pues mira, por mí que se la queden, toda pa ellos. Total, que pronto llegamos a urgencias. Me tumbaron en una camilla de allí y el personal del hospital se puso a palparme la columna para descartar daño en las vértebras. Por suerte el dolor no venía de allí. Luego me preguntaron si quería contactar a alguien, y en ese momento advertí que en el trabajo debían de estar preguntándose dónde andaría. Así que les pedí que buscaran en google el nombre de mi empresa e hicieran una llamadita a modo de whereabout. Un rato después se presentaba en el hospital el departamento de recursos humanos (de una persona) de mi compañía. La llamada de los enfermeros debía haber sido bastante vaga y en el trabajo andaban preocupados. A continuación se sucedieron varias horas de espera intercaladas por alguna que otra prueba médica. Una radiografía, para la cual sostenerme en pie supuso un esfuerzo de sangre, sudor y lágrimas y un análisis de orina para el que además de beber varios vasos de una especie de limonada caliente con sabor a tang y color, mira tú que casualidad, de pis, tuve que volver, oh dolor, a ponerme de pie. ¡No hay cosa más difícil cuando te has lastimado la espalda que subirse el pantalón! Además de varios análisis de sangre, pues para descartar daño en los órganos internos te toman muestras cada cierto tiempo y controlan que los valores no hayan variado.

Durante todo este tiempo de espera en compañía de la compañera de recursos humanos, que a pesar de ser bastante incómodo porque no la entiendo muy bien cuando habla y su presencia me forzaba a poner una buena cara que no me apetecía en absoluto, resultó de gran ayuda a la hora de empujar la silla de ruedas parriba pabajo y traerme las limonadas-pis, me dio tiempo a observar cómo funciona una sala de urgencias en los Países Bajos.

Los empleados de un hospital holandés se rigen por un estricto código de colores en su vestimenta, al más puro estilo del cuento de la criada. Donde yo me hallaba teníamos a los enfermeros, vestidos de rojo de arriba abajo, a los doctores con bata blanca y a una única mujer vestida íntegramente de gris que precisamente fue quién me dio el diagnóstico final (¿la gran enfermera?). Todos ellos haciendo gala de la diversidad cultural que es pan de cada día en los Países Bajos. Porque una doctora con velo musulmán ya no llama la atención, pero un enfermero en la cincuentena, enjuto y mulato, con labios gruesos y cargado de largos collares de cuentas multicolor causa que, cuanto menos, lo mires dos veces. ¿Será que con la moda de las paramedicinas los holandeses han implantado un departamento de vudú en sus centros de salud?

Pero sin duda lo más curioso de todo es la distribución física del recinto. Imaginad una sala amplia que tiene en el centro una zona de escritorios igualita que la de una oficina cualquiera. Pues bien, en esta área trabajan los doctores, cada uno tranquilito en su ordenador como si por la puerta no entrase un flujo constante de individuos al borde del fallecimiento. Pude ver a alguno contemplando radiografías, pero el resto del tiempo no tengo ni la más remota idea de a QUÉ se dedicaban en sus monitores. Tan concentrados estaban en su trabajo, cualquiera que sea éste, que durante un buen rato pensé que se trataba de encargados de la administración cubriendo fichas de pacientes, aunque resultaba un tanto extraño que en la sala tuviéramos más administrativos que accidentados. Como curiosidad añadir que ninguno de estos doctores parecía rebasar los treinta y cinco. Una de dos, o en Holanda los médicos se jubilan a los cuarenta o sólo mandan a atender urgencias a los que se acaban de graduar.




Alrededor del área de oficinas, contra la pared, se distribuyen las camillas de los enfermos. La mayoría están así tal cual, a la vista. Luego yo me quejo cuando en la empresa nos quieren cambiar a un modelo de oficina abierta y resulta que hasta en urgencias trabajan de esta manera. Eso sí, cada camilla dispone de una cortinita que cierran en alguna ocasión, supongo que en pruebas que implican desnudos o cuando el paciente se encuentra muy pero que muy mal. En una esquinita cuatro o cinco sillas para que esperen los que no necesitan camilla y a lo largo de todo el recinto los enfermeros de rojo pululando de aquí para allá y dando la impresión de que son ellos los que hacen todo el trabajo. ¡Y encima hay muchos menos que médicos!

Y por supuesto la clásica figura del espontáneo chungo de turno, que ni en urgencias puede faltar. En esta ocasión nos tocó el típico viejo alcoholizado que da la murga semana sí semana también a todo el personal del centro. Al principio tuve excusa para ignorarlo por no hablar holandés, pero resultó que el jodío, quién se lo iba a imaginar, chapurreaba español a causa de sus viajes en barco a Argentina. Así que ahí estaba yo, haciendo fuerza con ambos brazos sobre los apoyabrazos de la silla de ruedas, ya que sentar el culo de manera natural me hacía ver las estrellas, mientras intentaba entender los chistes de la de recursos humanos y prestaba oídos a los balbuceos de este señor, a cuyo domicilio van a comer todos los días muchas señoritas de Colombia (???). El otro espécimen avistado aquella tarde en el hospital era un individuo grandote y moreno de despeinados pelos rizados en sus cuarenta y bastantes. Éste yacía en una camilla hasta que pumba, resucitó. Y como si nada empezó a dar vueltas por el recinto, con cara de alucine y los últimos botones de la camisa desabrochados dejando a la vista una oronda barriga. Daba vueltas y vueltas, analizando detenidamente todo lo que había a su alrededor en ciclos alternativos de con y sin gafas, como si se acabase de despertar de un coma etílico y no pudiera comprender en qué lugar se hallaba y por qué. De todas formas nunca sabremos su historia a ciencia cierta, pues cuando el radio de sus círculos empezaba a crecer progresivamente y el contacto visual que intentaba establecer con nuestra esquina dejaba traslucir su intención de venir a sustituír al anciano marinero, apareció por fin la gran enfermera (que no un doctor, éstos como siempre en sus ordenadores) para liberarnos con mi diagnóstico.

 Todo parecía estar bien, a pesar del dolor del impacto ningún hueso u órgano parecía haber sido dañado. Con gran alivio pero un poco de incredulidad, pues parecía mentira que todo estuviera intacto si no podía siquiera caminar, pude por fin marchar a casa, no sin antes pedir por favor otro analgésico para enfrentar el temible reto de subir la escalera.

Y aquí andamos, hasta las cejas de paracetamol pues eso aquí es un must, MÁS otros dos tipos de analgésicos diferentes al tiempo, diclofenac y tramadol (el nombre de este segundo me encanta). Fea debe de estar la cosa para que extiendan tanto la manga, aunque no penséis que me han dado una cajita de cada una de estas medicinas; las pastillas vienen contadas. En concreto tengo dos blisters completos más una fila del tercero recortada a tijera. No vaya a ser que tras superar el accidente me queden en casa cuatro o cinco pastis de reserva, habráse visto la temeridad. Aunque suenan de maravilla, al final estas medicinas no deben de ser la gran cosa. Hacen que moverse se torne posible, sí, mas cada vez que tengo que hacer pis la odisea de trasladarme hasta el cuarto de baño deja en pañales al periplo de Ulises. Además, quitando una ligera somnolencia, no parecen desencadenar ningún efecto secundario. ¿Dónde están esos maravillosos opiáceos con los que la gente como el doctor House se coloca por la tele?

El conductor del coche ha pasado a engrosar la lista de personajes de Amsterdam que no quiero volver a cruzarme bajo ningún concepto, puesto que aunque yo no recuerdo su cara él seguro que no ha olvidado a la tontaculo a la que, sin comerlo ni beberlo, casi deja en el sitio. Como siga liándola de esta manera al final no me quedará otro remedio que cambiarme de ciudad.




¿Y qué hay de los pasos para bicicleta? Mira, no sé. Tu te plantas al principio del paso, analizas la situación, compruebas que no haya a la vista ningún camión de trescientos kilos, haces un sudoku y al final decides quién tiene prioridad. En realidad acabo de entenderlo, pues me lo ha explicado un griego del trabajo por mail. Si el paso está sólo, como en el de mi calle, la prioridad se otorga a los coches. Si por contra se encuentra acompañado por unos triangulitos como los señalados en la foto de arriba, a los que llaman 'dientes de tiburón', el vehículo al que apuntan estas flechas tiene la obligación de detenerse. Así en la foto la prioridad sería de las bicicletas en relación a los coches que vienen por la izquierda, pero ojo, no respecto a los que vienen por la derecha. Lo dicho, un puto sudoku. Y aquí, como siempre, learning the hard way.


Flores que me mandaron del trabajo... ¡qué majos!
Junto con una tarjetita de mejórate de la marca mixed feelings


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8 comentarios :

  1. Lamento tu accidente, espero que te pongas bien muy pronto. Francisco Manuel (Sevilla)

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  2. Yo pensaba qué esos triangulados señalaban el sentido del tránsito! Cualquier día nos atropellaban entonces porque funcionamos siempre con la lógica de la bici es prioridad... Qué te recuperes pronto!

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  3. Ostras, ya siento que te hayan atropellado!!! Yo es que no me fío de los coches ni un pelo, por mucha prioridad que tenga la bicicleta. Tengo hasta cuidado cuando el semaforo de bicis está verde. Por mucha prioridad que tenga la bici, no confío en que todos los conductores tengan cerebro, y soy yo la que sale perdiendo si me atropellan....

    Un par de veces, he frenado cuando yo tenía prioridad por no fiarme del coche que venía...y me he llevado un par de timbrazos y palabras malsonantes de las bicis que venían por detrás...pero eso duele menos que mis huesos en el asfalto

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  4. Que no sea nada.....Yo casi acabo igual el otro día, por la misma razón....Como no me entero todavía, me he parado en la calle delante de cruces horripilantes imaginando la situación: cuando estás conduciendo, cuando eres peatón, y cuando vas en bici....pero que no aprendo. Pregunté a un vecino, y me dijo: aquí las bicis son las que manejan el cotarro, más o menos....así que el domingo pasado, me arramplo la bici, todo bien, hasta el maldito cruce: izquierda, derecha, ha, qué lista soy, he visto a la bici y la he eludido, ya lo voy cogiendo!!!!! pensé que tenía prioridad sobre el coche, que menos mal, si que pudo frenar....también pasó cerca de mi casa, uffff

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  5. Hola, ¿cómo vas? Esto no te pasaría en Galicia, jejeje, si en Holanda es un galimatías andar en bicicleta (a mí personalmente me encantaba), aquí es lanzarse desde el edificio más alto haciendo puenting sin cuerda, lo digo por el riesgo. Tómatelo con calma, aprovéchate del tiempo de descanso y no desesperes. Y por cierto, quien ha leído esto primero es mi padre, que sigue enganchado a Pelocha, a Paquito y a ti. Yo, gracias a mi y a los que me quieren, estoy saliendo ya del túnel, pero en general todo va bien.

    Besos y cuidate

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  6. Menuda manera de probar el sistema médico holandés en carne propia! Espero que estés mejor y que lo de tu baja espalda sea sólo un golpe temporal. A mí nunca me ha ocurrido que me golpeen estando en bici aunque a decir verdad más de una vez me lo debo haber ganado, ya que soy muy intrépida cuando voy en bici. Y me he creido eso de que las bicis llevamos las de ganar, aunque no es así. Igualmente me he reído un montón con tus ocurrencias y la forma en que narras la historia. Excelente artículo! Mejorate pronto, y aunque sé que ya no querrás intentarlo, date tiempo.. quizás vuelvas a subirte a una bici cuando entres más en confianza y ve estudiando cómo van los demás, eso siempre ayuda. Cuidate mucho! Un fuerte abrazo!

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  7. Tuve mi relación de larga distancia durante casi 4 años, Nuestra relación estaba bien y bueno, pero por alguna razón que no podía entender mi ex novio rompió conmigo por casi 3 años, y yo estaba triste, frustrado, devastada tener mezclar emociones que enfrentar la realidad de que él no quiere trabajar fuera más, yo DINT sé qué más hacer, hasta que busco y topé con esta testimonios respecto hechizo Amor y he leído algunos de los que tenía el mismo problema que tenía y hasta que me encontré con el Dr. Aigbehi que puede lanzar el hechizo para traer a su pareja de nuevo al principio yo era reacio a hacerlo, pero finalmente lo intenté su poder de echar hechizo traer de vuelta a su pareja de nuevo debido a su buen corazón, generosidad Él me ayuda y yo soy tan feliz por eso.
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