domingo, 13 de abril de 2014

Crónica de un reposo obligado o cómo sobrevivir a un accidente en los Países Bajos


En un lugar próximo a Flandes cuyo nombre despunta en toda ocasión que se mentan estupefacientes y vivanderas, no mucho tiempo ha que vivía quien estas lineas escribe y cuyos emprendimientos, al igual que los del maltrecho caballero de la Mancha, no llegaban a buen puerto jamás. Siendo su más reciente desventura una desafortunada colisión, tonta donde las haya, con su recién estrenada bicicleta. Aquí se había quedado nuestra historia, justo después del regreso desde el hospital. ¿Pero qué pasó después y, más importante, qué consejos puedes extraer de dicha experiencia si en algún momento la fortuna te depara la misma sorpresa que me deparó a mí?

La primera semana como vino se fue, pues obviando algunos penosos desplazamientos al retrete o a deglutir pedazos de una pizza rancia entregada a domicilio y recogida con ademanes de monstruo reptante de Silent Hill, la pasé íntegramente durmiendo a causa de los analgésicos. Durante la segunda el dolor se mitigó bastante, lo cual trajo consigo menos pastillas y periodos de consciencia más prolongados.





Fue entonces cuando entre tramadol y tramadol me dio tiempo de leer el quijote, que ya iba siendo hora, y además de experimentar una empatía muy contextualizada con esos personajes que acaban molidos y quebrantados cada cuatro páginas, descubrí que uno de los ficticios caballeros a los que intentaba emular nuestro patrio hidalgo no era otro que el caballero del Febo (y hube de poner gran esfuerzo en no imaginarlo vestido de amarillo y con un frikandel pintado en la adarga).

También presencié el momento exacto en que a mi plantita se le desprendía una hoja por su propio peso, escena inédita para quienes pasamos los días encerrados en la oficina. Dos veces. Y a través de la ventana pude contemplar hasta el hartazgo como holandeses y no tan holandeses perpetraban una y otra vez su ilegalidad favorita: dar de comer a patos y gansos a la sombra de una señal que prohibe expresamente alimentar a patos y gansos. Como se suele decir, nadaría en millones como el tío Gilito si me diesen un euro por cada persona que se presenta con una bolsaca de pan bimbo a punto de reventar para ponerse a cebar a los dichosos gansos con un afán que ni que los estuviera engordando para la cena de nochebuena. Aunque ahora que lo pienso, desde que leí que existen compañías que se dedican a cazar palomas en Amsterdam para hacer paté, esta elucubración no resulta descabellada del todo... A todo esto digo yo, lo que gusta la planificación por estas tierras y lo mal que calculan cuando se trata de pan, oye, que al final siempre les sobra tal cantidad que no lo arreglan ni metiéndolo en el congelador (y no será por falta de intentarlo, colmadito de rebanadas nos tenía el nuestro la compañera holandesa).






Cuando ya fui capaz de levantarme no me quedó otro remedio que dar comienzo a la actividad física, poniendo cuerpo y alma en actividades que serán deporte olímpico cuando la humanidad alcance el cúlmen de su decadencia como son caminar a pasitos con los pies pegados al suelo y la espalda más encorvada que Chiquito de la Calzada o cargar el lavaplatos por etapas en una muy específica y nada noble variación de la clásica postura acuclillada.

En este punto apareció el primero de los escollos de mi arresto domiciliario: se terminó la comida. Este problema sin embargo tuvo fácil solución: El reparto a domicilio del Albert Heijn. Y como se da el caso de que para poder usar este servicio has de gastar al menos setenta euracos, al final de la operación resultó que mi nevera, que es de esas que a diario no contienen más que un tarro de mostaza centenario, un tercio de calabacín flaccido, un brick de tomate frito de Schrödinger, es decir que resulta impredecible si se ha podrido o no hasta que uno tiene la osadía de probarlo, y medio limón pocho, jamás había estado tan llena.

Otro asunto doméstico a solventar fue el lavado de la ropa. A ver, mucha ropa que lavar no hubo. Mi vestuario de esta temporada consistió básicamente en una secuencia periódica de pijama limpio, pijama sobadito y pijama zarrapastroso. Como os explicaba en el post anterior, ponerse unos pantalones con la baja espalda magullada no es moco de pavo. Y de zapatos ya ni hablemos, así que vestirse de persona decente no es una opción. Aún con todo, acaba llegando ese momento aciago en que incluso tu colección de pijamas limpios se agota. Para estos casos toca llamar a un servicio de lavandería a domicilio puesto que, al menos en Amsterdam, haberlos haylos. Los términos clave que tenéis que escribir en google si precisáis de uno es waserette bezorgen (ojo, que sea una waserette y no una stomerij, ya que las segundas son tintorerías y no lavanderías, es decir de las que te cobran por prenda y no por kilo). El coste aproximado de la mía es de unos diez euros por seis kilos.


Fotografía artística.
"Gansos en busca de nuevos horizontes"


Durante todo este periodo se presentaron en casa dos visitas sorpresa. Un tiempo atrás había contratado un servicio de limpiado de ventanas; en teoría ellos vendrían dos o tres veces al año sin mediar aviso (cuando en su calendario toca el vecindario) dejando una factura por debajo de la puerta al terminar. Unas horas después de contratarlo, lógicamente, lo olvidé. Total que una mañana, estando en la cama con cara de muerto viviente, cabellera inmunda y muy probablemente un pijama zarrapastroso, de repente asoman una coronilla y un cepillo por una de las ventanas del dormitorio. ¡Nooooo! Visualizad la siguiente competición: Por un lado están la coronilla de marras y su cepillo realizando movimientos oscilantes mientras enjabonan los cristales y por otro yo, cerrando persiana por persiana a toda velocidad (a toda mi velocidad, que en aquel estado es como no decir nada) para evitar ese potencial momento de incomodidad en que a la anónima coronilla se le ocurriese elevarse dos palmos y lanzar una visual, más o menos voluntaria, a mis decadentes dominios. Ríete tú de los juegos paralímpicos. Si os interesa contratar un servicio similar para vivir en carne propia momentos tan divertidos, en esta ocasión la palabra mágica es glazenwasser. El mío es éste y te cobra quince euros por servicio.

Hay que decir que la incomodidad suscitada por esta inesperada aparición no fue nada en comparación con la visita que llamaría al timbre dos días después:


- Riiiiiiing

- ??????????? 
  (caminata hacia el timbre a cámara lenta)

- ¿¿Si??

- Policía

- .... Ah. Sube
  (¿¿¿policía???)


En esto que aparece por la puerta un policía con cara de compungido. A mi, que aún no había llamado a los de la lavadora, me pilló con ese pijama que uno se pone como última opción cuando todos los demás pijamas están en la cesta de la ropa sucia: el de ositos (al parecer que uno se haya independizado y cambiado de país no es motivo suficiente para que su madre deje de comprarle este tipo de atuendos nocturnos). Probablemente este hecho ayudó a potenciar la cara de pesadumbre que el hombre ya traía de casa.

- ¿Te acuerdas de mí?

- ..........
  ...................
  ...................................... ¿no?


Al parecer se trataba del mismísimo agente que presenció el accidente, aunque yo no vi su cara (ni la de nadie) porque la postura en que quedé tras la caída no me permitía contemplar otra cosa que no fueran las nubes perpetuas del cielo neerlandés. Venía en persona a recordarme algo muy importante: que no me olvidase de recoger mi bicicleta en su comisaría. ¡Me cago en la leche! Esto es como las típicas historias del que abandona a su perro cada vez más lejos de casa y el can siempre encuentra el modo de aparecer de nuevo frente a la puerta. Además, como detalle secundario, también mencionó que en la estación de policía tenían el teléfono del atropellador y me lo darían cuando fuese a por la bici. Parecía pensar, sin duda influenciado por los ositos, que el culpable del accidente había sido este individuo, cuando la vergonzante realidad es que prácticamente fui yo quién se lanzó sobre el coche.

El amable agente se marchó pronto, pero dejó tras de sí la sombra de una duda. ¿Es que debía realizar algún trámite más que permanecer en casa durmiendo la mona? Fue más o menos a estas alturas cuando salí por primera vez al portal y encontré un sobre sospechoso que llevaba esperándome varios días. Venía de una entidad llamada slachtofferhulp, que descubrí ofrece asesoramiento para atropellados y víctimas de otros delitos, y sugería que los contactara. ¡A ver si iba a resultar que me tocaba a mí pagar los daños del coche! Encima de burro, apaleado. Les mandé un mail que tardaron semanas en contestar (aquí lo de comunicarse por mail no les mola mucho, siempre intentan que los llames por teléfono). Aún así con un poco de información de aquí y otro poco de allá acabé recopilando todas las ecuaciones del sistema:

1 - Dadas las leyes de circulación en los Países Bajos, la culpa del accidente había sido claramente mía, pero eso ya os lo conté en el post anterior.

2 - A pesar de ello, como las bicicletas al fin y al cabo siempre llevan las de perder, en estos casos la responsabilidad recae siempre sobre el conductor del automóvil. En teoría es su seguro el que ha de hacerse cargo de los gastos médicos.

3 - En el paquete de seguros que contratamos normalmente los que residimos en Holanda existe uno que cubre posibles daños a terceros, con lo cual no era probable que me tocase pagar las abolladuras del coche. Sin embargo en general no tenemos seguro de accidentes como se suele tener en España, así que no recibiría ninguna compensación económica por el incidente.


Dadas las circunstancias acabé haciendo lo que siempre hago: Nada. Esperar noticias del seguro, ya que en el peor de los casos siempre había tiempo de ir por comisaría a seguir la recomendación del policía y pedir el número del moro.


Luego estuvo el problema del paquete. Veréis, tengo una familia que se dedica a enviarme compulsivamente por correo paquetes cargados de cosas varias (y pijamas, sí, y pijamas). Hasta cierto momento todo transcurrió con normalidad, dentro de lo normal que puede ser embutir kilos de material en un pisito de cincuenta metros cuadrados. El cartero trae los envíos a tu casa cuando mejor le parece y como ve que no estás (oh sorpresa) te deja una nota para que puedas decidir la fecha y hora de un segundo intento. Sin embargo en una ocasión, tras haberme quedado a trabajar en casa para estar presente en este segundo intento, el cartero no se presentó. Modifiqué la fecha en la web para el día siguiente, pero la historia se repitió: permanecí todo el día en casa y el cartero siguió sin aparecer. No sabemos si se trató de alguna clase de error o es que al señorito del TNT no le dio la real gana de volver a cargar en la furgoneta un bulto de tal volumen. Pero el caso es que cuando pasados unos meses llegó el paquete siguiente, la nota había cambiado. Me dejaron un modelo nuevo de papelito que indica directamente que debes ir tú mismo a correos a recoger el envío. Y al entrar en la web la opción del intento número dos brillaba por su ausencia. Excelente. ¿Y sabéis cuándo recibí esta nota? Por supuesto un par de días antes de hacerme la espalda papilla en el paso para bicicletas. Otro marrón pa la saca.

Si bien el problema logístico del paquete anterior se acabó solventando con un primo de visita y un carrito "prestado" del Praxis, la presente ocasión las pintaba canutas. No podía mover ni mi propio culo como para pensar siquiera en trasladar una caja de veintidós kilos. Pero tampoco podía demorarme demasiado, pues tras un intervalo unos días, no sé exactamente cuántos, el puñetero paquete es devuelto a su origen. Ya sabía que en la oficina de correos (que en realidad se trata de un mostradorcito camuflado en el interior de una librería normal y corriente) no obtendría respuesta alguna, pues cuando la vez anterior intenté preguntar a la aguerrida dependienta por qué el cartero no venía, no recibí más que un enérgico encogimiento de hombros que venía diciendo "¿A mí que me cuentas? ¡Yo sólo trabajo en un mostradorcito de correos con el logo de correos desde el que se envía y recibe correo!". Así que esta vez envié un mail urgente a la propia web de correos para consultar mi caso... cuya respuesta llegó tres semanas después (por supuesto sin ofrecer explicaciones ni soluciones). Entretanto no me quedó otra que ir solucionando la papeleta por mi cuenta, esta vez a base de un compañero de trabajo, un car2go (estos cochecillos que están desperdigados por la ciudad y se alquilan por horas) y un doloroso paseo a ritmo de procesión de viernes santo (trescientos metros en veinte minutos, no digo más).


El tiempo pasó y volví a la oficina en modo Benjamin Button: Los primeros días caminaba como una persona de noventa años, luego de ochenta y tras un par de semanas alcancé los sesenta. Ahí la cosa pareció estancarse. Tal vez necesitara fisioterapia. Al menos mis asuntos con la policía estaban zanjados... ¿o no lo estaban? Una noche, cuando volvía a casa después del trabajo, tenía esperándome en la escalera una carta con el logo de la politie. ¡Oh no! ¿Es que esta telenovela nunca iba a tener punto y final? ¿Me llegaba por fin la denuncia del atropellador para que pagase los desperfectos de su coche? Abrí el sobre con pavor, y lo que ponía era que no me olvidase de recoger mi bicicleta en su comisaría. Habría que ir entonces, o correría el riesgo de que siguieran bombardeándome hasta el infinito preocupados por la eficiencia de mi transporte diario.


El día en que me presenté en comisaría por fin, habiendo ya anochecido, me encontré que para mi decepción no estaba mi nuevo amigo (aunque pensándolo bien se trató de un hecho afortunado pues no recordar su cara por segunda vez tendría ya delito). En su lugar me atendió otro policía que, a pesar de estar racialmente mucho más próximo a Farruquito que a Ronald Koeman, no hablaba otra cosa que holandés. Así que ahí me tocó relatar toda la jugada en un idioma que no domino (¿recordáis las lecciones que se publicaban el el blog? pues justo ahí me quedé) y contestar arbitrariamente que a todas las preguntas que salían de boca del agente. También es mala suerte la mía, para seis o siete que serán los que no hablan palabra de inglés en todo Amsterdam parece que últimamente me estoy topando con todos.


Mientras este policía iba a buscar mi bici (que yo rezaba para que no encontrara) me tocó quedarme en la salita de espera de comisaría junto a unos cuantos maleantes del barrio, siendo el que más miedo metía de todos ellos una niña de unos diez años con chándal verde y un prominente labio inferior. Rubita pero malencarada y con una cara de criminal difícil de igualar por adulto alguno. La espera se hizo corta, pues la susodicha se encargó de entretener al personal canturreando y balbuceando incoherencias a viva voz hasta que una mujer sin uniformar se la llevó a otra zona del edificio y recuperamos el silencio perdido. ¿De qué iría todo aquello? Entretanto nuestro policía había logrado encontrar mi bicicleta y me hizo señas para que acudiese al portal a recogerla.

Tras asir el manillar de la bici me disponía a salir por piernas, pero.... no arrancaba. No, no se movía ni un poquito. Aunque en principio la pinta no era mala (aclaremos: no era peor que la que tiene normalmente) resultó que el impacto contra la carretera había aplastado la cadena, atascándola por completo. Ups. Yo desde luego no estaba en condiciones de cargármela al hombro y por su parte el cuerpo de policía amsterdamense ya había puesto de manifiesto en más de una ocasión sus pocas ganas de quedarse con ella. Por suerte para todos, las habilidades mecánicas de Farruquito superaban con mucho a las lingüísticas y ni corto ni perezoso entró en el edificio para salir a los dos segundos armado con un destornillador que deben de guardar bien a mano en comisaría para este preciso tipo de percances. Volteó el destartalado vehículo y se puso dale que te pego, allí en medio del portal, hasta que logró arreglarlo. Yo di las gracias y marché por fin, dejando como recuerdo una bonita mancha negruzca sobre la alfombra, pues la maniobra hizo reventar el bote de tres en uno que transporto permanentemente en las alforjas para no ir sonando como un carro de bueyes de la Galicia de posguerra. A cambio me llevé un guiño de ojo de despedida, qué fortuna la mía. Aunque a estas alturas ya ni se los toma uno a lo personal pues por estas tierras son el pan de cada día. Vamos, que si el funeral de Mandela hubiese sido en Amsterdam en lugar de Johannesburgo el rapero impostor hubiera podido clavar el holandés de signos con una secuencia de guiños de ojo improcedentes y encogimientos de hombros desganados.


Uno de los asuntos pendientes había quedado clausurado pero aún quedaba por tachar otro de los puntos estrella de la lista de quehaceres post accidente: la fisioterapia. Mi espalda no estaba todavía para tirar cohetes y encima como mencioné más arriba, parecía haberse estancado. Multitud de voces a mi alrededor recomendaban que venciese la extrema pereza que me embargaba ante la sola mención de la idea y moviese el culo hasta la consulta de uno de estos especialistas. Si os encontráis en una situación similar localizar una clínica de fisioterapia es sencillo. Buscad en google fisiotherapie y presentaos en la clínica que más os convenga. Allí comprobarán en un momento en el ordenador cuantas sesiones incluye vuestro seguro: no tenéis que hacer ningún trámite más. Esto mismo hice yo, y en mi clínica me atendió Frank.

Frank es el estereotipo de holandés que te imaginas antes de haber pisado Holanda jamás. Tendrá unos cuarenta años y su cabellera es rubia y lacia, ni larga ni corta sino recortada al milímetro exactamente como a Frank le gusta y peinada con una tiránica raya al lado que impide que emerja un sólo pelo rebelde con la deshonrosa intención de desmarcarse del flujo principal. Su atuendo es igualmente pulcro, pues lleva un uniforme blanco bien planchadito que parece sacado de un anuncio de detergente y que luce con el porte que tal prenda merece, pues Frank camina más tieso que el mismo Napoleón. A Frank se ve que no le gusto mucho. Que no hable holandés ya no es cosa buena, pero que vaya por la vida con los hombros caídos y la espalda tan arqueada como un australopitecus resulta del todo inaceptable.


La terapia, más que en el accidente en sí, se centró desde el principio en enderezar mis erráticos andares. Según dicen, hasta que los haya corregido no cesarán las molestias post impacto (aunque yo no acabo de ver nada clara esta correlación). Para este propósito Frank me desvió a una de sus compañeras, una chica también rubia y de tez rosada, muy holandesa pero muy agradable con la que tengo que hacer una serie de ejercicios (¡y yo que en mi infinita inocencia pensaba que los fisios te daban masajes!) una vez por semana. Ahí estoy yo, sudando los siete sudares por hacer cuatro flexiones de mierda mientras ella me observa fijamente y las cuenta una a una, con su voz suave y su paciencia infinita:

- uuuuuna

- dooooos

- treeeeeees

- eeeeeetc.......



Esta ha sido la historia de como me compré una bicicleta para empezar a hacer ejercicio y tras una serie de giros inesperados.... terminé en efecto haciendo ejercicio. ¡Nunca había estado tan en forma! Si querías azúcar... ¡toooma dos tazas! Y aquí estoy ahora, con agujetas permanentes, unos folios con una tabla de ejercicios que ejecuto sin convencimiento, un nivel constante de paracetamol en sangre y, una vez más, una bicicleta con la que no tengo ni idea de lo que voy a hacer a partir de ahora amarrada al poste de abajo. Ya me ha llegado la carta del seguro y sólo me han cobrado el eigen risico así que en ese aspecto todo ha ido bien, no es necesario que me meta en más líos.

Y como hoy hemos estado tan en sintonía con el siglo de oro y el quijote (que por cierto los holandeses de la época gustaban mucho de leer para hacer escarnio de la España enemiga), como despedida os dejo el anuncio que rodó el banco ING el pasado año haciendo referencia a la reapertura del rijksmuseum de Amsterdam (¿andará por aquí camuflado el caballero del Febo?)





4 comentarios:

  1. jajajaja Genial! amo tus historias y como escribes :)

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  2. muy bueno, Francisco Manuel (sevilla)

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  3. ¿Y que tal recibir unas clases de conducción en bicicleta? ;-) ¿Fietsersbond no organiza cursos para dultos? Francisco Manuel (Sevilla)

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    1. Pues ni idea. La verdad es que daría para una buena historia ir a un curso de esos si es que los hay, pero no me quedan ningunas ganas de bicicleta con este "pain in the ass" literal que se me ha quedado permanente.

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